«Aquí se hace también presente un índice de economía operativa insólito en la producción artística, diseñada en una ecuación simple, pero a la vez poderosa: mínimo esfuerzo del artista, máximo esfuerzo del espectador; que traducido se expresa como el mínimo esfuerzo en el afán por hacerse entender, versus el máximo esfuerzo del espectador por encontrarle significado a ese algo vacío.»
—Jorge Lorca Leiva1
Un prólogo: 7 tesis + 1 chiste
– . No todos los problemas políticos demandan soluciones estéticas.
“No todos”, vale decir, algunos sí.
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– . El lenguaje es una herramienta, “significado” significa uso, y “sintaxis”, orden.
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– . Cada herramienta tiene un propósito, responde a un diseño que facilita la ejecución de una o múltiples tareas. Alguien fabrica la herramienta. Alguien se toma la molestia de pensar (ya sea a la ligera o concienzudamente) el uso de la herramienta.
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– . No todas las sillas están hechas para la siesta ni todos los problemas se resuelven negociando.
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– . La diplomacia es la proyección de la guerra por otros medios, y viceversa. Lo mismo es decir: el pensamiento hace uso de la palabra para amplificar el alcance de la voluntad. Con palabras diseñamos el curso de acción que toma el deseo, la palabra le da forma a la idea, y de este modo se sofistican los gestos que empleamos para comunicar intenciones.
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– . Clausewitz sobre la fricción: «el efecto de la realidad en las ideas e intenciones». Además: «Todo es muy simple en la guerra, pero la cosa más simple es difícil. Estas dificultades se acumulan y producen una fricción que no se puede imaginar aquel que nunca ha visto la guerra».
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– . Pero pasa que conversando nos ponemos de acuerdo. Así llegamos también a entender las motivaciones e intenciones ajenas. O por último esto: las palabras nos sirven para atisbar los hitos que trazan fronteras entre las propias convicciones y aquellas de quien uno tiene enfrente o atrás, arriba o abajo, a un lado u otro.
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– . En política existen solo dos tipos de problemas: los que tienen solución y los que no. Los que tienen solución se resuelven solos; los que no, nunca fueron auténticos problemas. La cita pudo haber sido de Wittgenstein, pero se le atribuye a Barros Luco, un presidente chileno cuya historia fue devorada por el nombre de un sándwich de fuente de soda.

Una introducción: “Todas las personas son la misma persona”
En el gran juego social, todo es personal. Incluso cuando nos enfrentamos con distancia teórica a la vida en sociedad, nada más personal que las distintas aproximaciones que ensayamos para abordar el conjunto de individuos que somos. Porque nadie aquí está libre de sesgos, prejuicios y gustos; no existe la imparcialidad total ni cabe la posibilidad de mirar el mundo que habitamos desde la perspectiva del absoluto. De ahí que recomponer el mosaico conformado por los miembros de una comunidad sea en singular o plural una tarea tan personal. Se trata de una acción a ejecutar en primera persona. Lo mismo que el ejercicio especulativo de inducir un sentido común a partir de las rutinas, motivaciones y convicciones de quienes nos acostamos y despertamos a diario en esta geografía que imaginamos compartida. Personal también es la construcción de símbolos, representaciones e imágenes en las que dos o más personas puedan verse reflejadas. Un poema. Una canción. Un bordado. Un fanzine. Una revista. Una performance. Una obra de teatro. Un documental. Una estatua. Una foto. Un ensayo. Un parte policial. Una carta de renuncia. Un voto. Un himno. Una novela. Una película. Un meme. Un cuento. Una constitución. “Un próspero Año Nuevo.” “Feliz Dieciocho.” “¡Salud!”
Así como preferimos eludir conversaciones al paso y brindis forzados, podemos pasar de largo ante las expresiones de identidad de quienes buscan alguna forma de reconocimiento entre quienes nos rodean. Es verdad: no estamos obligados a jugar con toda persona ni en todo lugar, pero cuando admitimos participar del gran juego social, cada interacción es siempre personal. En la dimensión política de nuestras interacciones sociales, el primer roce que tenemos con el otro es un contacto moral. Nadie llega a tener proximidad con lo político sin haber tocado antes alguna fibra sensible de la cultura: una palabra, una mueca, un modo de hablar, un guiño, un protocolo de interacción, alguna respuesta a los estímulos sociales del entorno. No importa si se trata de personas o cosas: tanto al relacionarnos con un funcionario municipal a través de un trámite por ventanilla abierta como al observar un monumento entre que salimos del metro y cruzamos la calle, en el gran juego social toda interacción política es primero moral.
Aunque la cosa de la plaza no consista en nada más que una mole de piedra y concreto, reparada con pasta muro, pintura y yeso, al menos para quienes se pueden pensar en primera plural como comunidad imaginaria (de “chilenos”, personas chilenas), las interacciones con esa cosa han de ser igualmente personales. No podría ser de otro modo. Suponemos entre nosotros y nosotras que, para efectos del gran juego social, somos la misma persona por igual. Una persona imaginaria que no es ni más ni menos que las muchas que tenemos por encima y debajo, a un lado y al otro del sitio donde tenemos los pies en la tierra.
Cierto que difieren nuestras biografías y experiencias, nuestras alegrías y penas, lo que nos duele, lo que nos mueve, lo que nos inspira y asquea. Lloramos y reímos distinto: hemos tenido vidas diferentes. Sin embargo, al jugar el juego social, imaginamos que toda la gente es tan persona como cualquiera.
No es de extrañar entonces que rara vez coincidamos al tratar de responder en plural qué es lo que somos, qué nos importa, qué es lo que vale la pena cuidar. Si bien en este lugar imaginamos que cada uno de nosotros y nosotras es persona por igual, pensamos muy distinto las de aquí y las de allá. Pero no somos lo que pensamos, sino lo que logramos hacer con nuestra persona (sus opiniones y convicciones, sesgos y prejuicios, omisiones y acciones) mientras participamos de la vida en sociedad.
El juego social no es justo. Unos cuantos corren con ventaja y a muchos les indigna sus escasas probabilidades de alcanzar la meta en una carrera sin fin.
También hay quienes quedan botados a medio camino. Algunos se ponen de pie por cuenta propia, aprietan los dientes y siguen participando igual. Otros no logran levantarse del suelo jamás.
No hay cómo ser indiferente a las reglas del juego.
Difícil imaginar un juego más personal.

Capítulo cero: un plinto vacío
La cosa de la plaza nos invita, especialmente a quienes vivimos en Santiago, a tomar parte de una jugada excepcional. Involucra pensar, imaginar e interpretar. No es un ejercicio al que estemos acostumbrados, pero tampoco consiste en una partida que nos resulte del todo ajena, pues se trata de Chile, de su identidad y sus representaciones. Tiene que ver con una plaza de la capital, algunas de las obras que allí se han exhibido y aquello que en medio de la ciudad les ha dado soporte: un plinto diseñado para focalizar y dirigir la atención del público sobre una estructura que hace las veces de monumento. Sobre este plinto se ha instalado en Santiago de Chile un dilema complejo, un problema que por algún tiempo ha eludido todo intento de solución. Porque después de lo ocurrido los últimos años en la plaza Italia | Baquedano | Dignidad, ¿qué hacemos ahora con ese plinto vacío?, ¿se queda o se va?, ¿hay que ponerle algo encima o será mejor dejarlo como está?
Los plintos se suelen usar para exhibir obras arquitectónicas o de arte. Son objetos que pueden sostener tanto el peso de esculturas y columnas como acoger intervenciones urbanas y performances. Pero ¿qué pasa cuándo un plinto ya no soporta nada?, ¿cuál es su destino?, ¿qué se hace con él? Sacarlo de ahí significa una serie de conflictos y dejarlo donde mismo implica otra larga lista de problemas. Reinstalar la escultura que antes se exhibió resulta para algunos un error; proponer una obra alternativa sigue siendo para otros una gran equivocación. Mientras tanto los días corren y este plinto que no exhibe nada sigue atrayendo miradas, captando nuestra atención, dirigiéndonos la vista en dirección a un vacío.
Conservar el plinto de la plaza pintado blanco, sin algo encima, resulta extraño. La función de un plinto es exhibir, soportar y darle protagonismo a algún objeto diferente de sí mismo. Para eso se usa. Pero el plinto de la plaza ya no sostiene más que su propia estructura. ¿En qué cosa se convierte entonces el plinto vacío de un monumento trunco? En un bicho raro. Esa es una de las expresiones que por aquí utilizamos cuando no sabemos qué nombre ponerle a personas, animales y cosas cuyo aspecto, comportamiento o hábitos de buenas a primeras son motivo de desconcierto. Se puede decir que un gato de tres patas, lampiño y sin cola es un bicho raro. Pero si ese mismo animal tiene orejas de gato, ojos de gato, bigotes de gato y maúlla como gato, lo más seguro es que no sea cualquier bicho raro, sino un gato. Un gato raro.
La misma etiqueta vale para la cosa de la plaza: “gato raro”. Hasta la fecha, ningún monumento en Chile ha recibido el trato que las autoridades le han concedido a ese plinto. Cuenta con protección policial constante y si llega a ser vandalizado, es reparado con premura. En el evento de que se estropee uno de los paños de pasto a su alrededor, lo reemplazan por uno nuevo e igual de verde. Cuando son pisoteadas las flores que circundan la plaza de la cosa, se plantan otras del mismo color, y listo. Es casi como si el plinto fuera un monumento. Pero, ¿un monumento a qué?
Los monumentos son obras que tienen algún valor artístico, arqueológico o histórico para quienes los erigen. La mayoría de las veces consiste en una escultura, estatua u obra arquitectónica que conmemora a una persona, hecho, cosa o rasgo sobresaliente que resulta significativo para la comunidad y sus miembros. Si un grupo humano no se identifica con los valores que simbolizan sus monumentos, las representaciones de su identidad pierden eficacia como espejo de aquello que le importa al colectivo. Un monumento que deja de ser valorado por la comunidad pone en evidencia una crisis de identidad. Al descubrirse inmersos en una crisis de identidad-país, para los individuos que conforman la ciudadanía no es posible encontrar en lo político algún tipo de reconocimiento en primera persona plural. Desaparece el nosotros y tampoco es posible un nosotras. Así concluyen los relatos colectivos que fracasan como soluciones de sentido. Sus monumentos colapsan o bien son derrumbados por miembros de la misma comunidad que los levantó.
¿Cabe imaginar para la plaza del plinto algún monumento de consenso? ¿Podemos pensarnos aún como miembros de un gran cuerpo colectivo? ¿Se puede apostar todavía por una identidad común? Es fácil responder sin pensar. Pero si tales problemas importan (¿de veras importan?), abordar cualquiera de estas preguntas con una mínima cuota de honestidad intelectual significa adoptar cierta disposición ética y estética, una vocación por el intercambio de sensibilidades y algún interés por el registro de las interacciones entre los mismos individuos que dan vida al colectivo. Implica contrastar resultados e intentar, una y otra vez, tantas nuevas respuestas como aguante el entusiasmo y la paciencia. Es un desafío que exige imaginación y levedad de espíritu, como también una actitud reflexiva, tacto y dedicación. Pero si aún podemos hablar de Chile en primera persona plural, todavía tiene sentido la búsqueda de imágenes que nos representen en conjunto como miembros de un cuerpo colectivo. Antes de actuar conviene pensar; para pensar, hay que poder imaginar. No se trata de un experimento trivial. Nada más personal que un ejercicio como este, un juego que importa de verdad: una invitación a explorar lo que somos, para ensayar cómo nos representamos la comunidad imaginaria que nos tocó compartir.

La parte de la historia: un caballo, un general y poco más de lo que hubo antes
“Plaza Italia”, “Plaza Baquedano”, “Plaza Dignidad”. De acuerdo a Google Maps, cualquiera de estas etiquetas sirve hoy para georreferenciar un mismo punto en el mapa de Chile, pero los nombres que ha tenido la plaza son más de tres.
Según el historiador Armando de Ramón, primero fue la Plaza La Serena (1875), renombrada como Plaza Colón (1892) con motivo de los 400 años del descubrimiento de América y rebautizada como Plaza Italia (1910) cuando se celebró el primer centenario de la independencia chilena2. Y es que varios países entregaron donaciones urbanas a la ciudad,3 siendo el presente del gobierno italiano la escultura de un arcángel alado con un león, llamado Monumento al Genio de la Libertad del artista ítalo-argentino Roberto Negri.4
Sin embargo, la escultura italiana de Negri no alcanzó a cumplir dos décadas en el mismo sitio. Un año antes de cumplirse el cincuenta aniversario de las primeras campañas de la Guerra del Pacífico, la obra fue removida y la plaza cambió nuevamente de nombre. Para conmemorar la efeméride bélica, además, se construyó una rotonda (que actualmente conecta las avenidas Providencia y Libertador Bernardo O’Higgins) en torno a la plaza donde fue erigido el nuevo monumento.
En 1928, la estatua de un caballo sustituyó la del león y en lugar de la escultura del arcángel, la figura de un general se elevó sobre las cabezas de los transeúntes: Manuel Baquedano, militar
que ejerció la comandancia en jefe del Ejército chileno en buena parte la conflagración ante Perú y Bolivia, quien aparece montado en su caballo Diamante, sobre la tumba del “Soldado Desconocido” y flanqueado por relieves que recuerdan las batallas de Chorrillos y Miraflores, que posibilitaron la ocupación de Lima. Se trata de un conjunto escultórico5 de estilo neoclásico que glorifica el patriotismo y heroísmo chileno, relato funcional al gobierno de la época, encabezado por otro militar: Carlos Ibáñez del Campo, quien buscaba apelar a la unidad nacional por medio de este monumento.6
Dicen que Baquedano fue vecino de la plaza que aún lleva su nombre. Hecho ya un hombre de edad, tiene que haberse visto al viejo general pasear a caballo por el barrio y también del otro lado del río. No han de haber sido tantos los señores distinguidos que se aventuraban de noche más allá de la ribera del Mapocho en dirección a la Chimba. Entre ramadas y puteríos, ahí el viejo general tiene que haber compartido con veteranos de guerra. Seguramente soldados que estuvieron bajo su mando años atrás en el norte y el sur del país. Es fácil imaginar al milico y los rotos, tomando y bailando, cantando codo a codo. Un piño de viejos contando cuentos de viejos, compartiendo anécdotas que por entonces no le interesaban a nadie más.
Ignoro qué tan cierta pueda ser la historia, pero cuesta confiar en ella. El cuento de un general del pueblo resulta extraño a nuestro siglo. No hace mucho, sin embargo, era un cuento conocido en toda Latinoamérica. En 1928, para el Chile de Carlos Ibáñez del Campo —otro general que por entonces fue presidente de este país—, la historia de Baquedano era un pie forzado que servía como narrativa colectiva. Bastaba vaciar ese relato en el molde de una escultura para obtener un monumento que hiciera de espejo al nuevo proyecto de unidad nacional. El monumento a Baquedano, sin embargo, no cabía en Plaza Italia. Además, a la locación le fallaba el nombre. El problema se resolvió solo: tras cambiar el antiguo monumento (al genio de la libertad) por otro (en honor a un general del ejército), simplemente se asumió que en adelante la plaza se llamaría distinto.
Pero los problemas que no son problema nunca se resuelven del todo y la plaza sumó a la lista una nueva denominación sin haberse desprendido del antiguo nombre. Al mismo tiempo y en el mismo sentido, Plaza Baquedano siguió siendo Plaza Italia y así la siguieron llamando los santiaguinos. Lo que sí cambió fue el paisaje. La conformación urbanística del sector se alteró con la intromisión de una rotonda y la irrupción de una nueva obra de arte público en medio de Santiago.
A diferencia del monumento italiano de la plaza (un arcángel caucásico y un león melenudo que celebraba a los migrantes europeos en Chile y su influencia en la modernización estatal), la estatua del general Baquedano fue inaugurada en miras a la operación de una “chilenización del territorio”. El propósito del nuevo monumento era ahora promover un sentido de pertenencia nacional entre ciudadanos de los más remotos puntos del país. El sentido de pertenencia a Chile necesitaba un soporte y un relato; la figura del general a caballo fue una solución a ese problema.
Convertido en símbolo y fundido en bronce, el personaje de Baquedano cumplía la tarea. Hacia el norte y en el sur, el país había crecido a causa del general y las batallas que ganó. La soberanía de Chile tenía límites más estrechos antes de que Baquedano irrumpiera en la historia, alterando las coordenadas políticas y cartográficas del país. Exhibir su figura con pompa y circunstancia en medio de la capital tenía que convencer a los chilenos del Valle Central que los nuevos chilenos del norte anexado, así como los mapuche “pacificados” y los colonos chilenizados en el sur, eran tan chilenos como cualquiera. Quién mejor que Manuel Baquedano para ilustrar en la plaza pública el poderío de un país que aumentó su territorio, riqueza y diversidad entre el último cuarto del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
Sin embargo, hace mucho que nadie piensa en el XIX y el siglo XX ya pasó. ¿Por qué deberían importarnos los cuentos de viejo que rondan un monumento trunco? Quizá porque donde hoy sigue en pie un plinto vacío, tiempo atrás se exhibieron otras representaciones simbólicas de la identidad-país. O tal vez esos cuentos importan porque es raro tener una desconcertante cosa blanca instalada justo en el centro de una plaza que en esta ciudad no es cualquier plaza. De repente los cuentos importan porque no es fácil interpretar el sentido de un monumento que no parece tal, un plinto que no sostiene nada. Importan porque cuando de veras urge una solución de sentido, la respuesta al problema es siempre narrativa: un relato, un cuento.
Pero ¿qué hacer con esa cosa?, ¿qué es y para qué sirve?, ¿qué significa?, ¿cómo interpretarla? Tras ser el monumento vandalizado e intervenido regularmente desde 2019, su actual propuesta de valor (o el valor de la parte que queda en pie) es por lo menos ambigua. A partir de 2021, año en el cual fue removida la escultura del general a caballo, se puede decir que la obra, ya sea como conjunto escultórico o en tanto monumento, dejó de ser la misma de antes. El plinto, sin embargo, no abandonó del todo su función. Siguió sirviendo como soporte durante algún tiempo, pero no de esculturas, sino de inscripciones, rayados, grafitis y demás intervenciones. Hecho a la fuerza un palimpsesto, el plinto se convirtió en otro monumento. En su superficie los usuarios del espacio público compitieron entre sí y con el Estado por exhibir los valores de un Chile ansioso por resolver tanto sus demandas populares como la crisis de identidad de una comunidad imaginaria afectada por una crisis política muy real. Consignas y eslóganes, denuncias y exigencias, exhortaciones y amenazas, reclamos y alabanzas. Una multitud de huellas escritas unas sobre otras en la misma superficie, ahora cubiertas por las capas de pintura que le han dado a la cosa de la plaza el aspecto que tiene desde 2022. Entre fines de primavera y comienzos de verano, ese año la municipalidad de Providencia decidió hacerse cargo de la mantención de la plaza, sus áreas verdes y lo que queda del monumento. Desde entonces el plinto se exhibe pintado de blanco, sin ninguna inscripción ni escultura encima. Casi idéntico a como era antes. Aunque ahora el monumento sea otro.

Autor: Matías Correa
Fuente: La Cosa de la Plaza (Zuramérica, 2023, pp. 21-42)
- La risa de los cínicos (Ediciones A89, 2021) ↩︎
- “Plaza Estación”, “Plaza Pirque” y “Plaza Providencia” también habrían sido nombres utilizados para referirse a esta plaza desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, cuando se demolió la antigua estación Providencia, donde salía el ferrocarril en dirección al Llano del Maipo, es decir, hacia Pirque. De ahí que la estación y la plaza de enfrente recibieran el mismo nombre. ↩︎
- Otra de las donaciones asociadas a las conmemoraciones del centenario de Chile fue la fuente regalada a la ciudad por la comunidad chileno-germana de Santiago (Fuente Alemana), ubicada a pasos del actual emplazamiento de la obra escultórica que dio origen al nombre “Plaza Italia” (“Genio de la Libertad”). ↩︎
- «Santiago nos habla: Monumento al general Baquedano”. Amo Santiago: 04/11/2018. URL: https://amosantiago.cl/santiago-nos-habla-monumento-al-general-baquedano/ ↩︎
- El monumento en honor a Baquedano fue diseñado por el arquitecto Gustavo García del Postigo y la estatua fue realizada por el escultor Virginio Arias, quien también fuera autor de “Un héroe del Pacífico”, obra que en 1882 fue exhibida y celebrada en el Salón de París antes de pasar a la historia como la estatua del roto chileno, que desde 1888 se encuentra instalada en Plaza Yungay. Esta observación sobre la doble autoría del monumento tal vez complejiza el problema, pero no entrampa su abordaje. ↩︎
- Albuccó, J. (2022). “Plaza Italia, Baquedano o Dignidad: una zona de disputa simbólica”. Diario Puerto Varas: 05/11/2022. URL: https://diariopuertovaras.cl/opinion-plaza-italia-baquedano-dignidad-una-zona-disputa-simbolica/ ↩︎
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